Tres semanas han sido suficientes para que la selección mexicana viva los dos polos opuestos de nuestra realidad futbolística. En este periodo se comprimieron décadas de historia, pues en un solo verano se reprodujeron todas las situaciones apestosas y negativas en el ámbito directivo, técnico y táctico, pero también nos recordaron que sí sabemos patear la pelota, competir y lo más importante: ganar. Jaime Lozano y su equipo tricolor se han alzado con la novena Copa Oro de nuestro palmarés, ahora en su edición 2023, ese campeonato que tanto parecemos odiar, aunque cuando nos lo ganan sufrimos como niños pequeños sin su juguete favorito. El futbol desplegado en estos seis partidos es absolutamente opuesto a lo que nos ofrecieron los dos técnicos argentinos después de la pandemia, alegrándonos con vértigo, llegadas, emociones, carácter, pasión y lo más importante de todo: goles, muchos goles. Sin embargo es esencial no quitar el enfoque de lo más importante, las raíces envenenadas de este balompié, que contaminan toda la estructura y que desde abajo hasta arriba hay una cantidad industrial de trabajo por hacer, mismo que no se va a resolver por una extraordinaria participación concacafquiana. Celebremos, sí, porque nuestro equipo finalmente nos hizo valer con un futbol de alarido; pero estemos también con la guardia colocada, recordando que a lo largo de un siglo entero, los dueños del balón se han aburrido de hacer lo que les da la gana y a tres años del mundial, absolutamente todo puede seguir igual.